La bella durmiente (conectada)
Había una vez un cuento que no dejaba de contarse. Se escuchaba en las casas familiares, en los palacios, en la aldea, en el mercado, en la montaña y en el mar. Y hasta cruzó continentes y atravesó los siglos para que yo pudiera contártelo hoy. De un modo un poco diferente, claro, porque los cuentos tienen que modernizarse. De otra forma los personajes se pondrían en huelga. Y lo que es más importante: tendrían razón. ¿O es justo que vos tengas un gps en el teléfono y el pobre Hansel tenga que marcar su recorrido con miguitas de pan?
En fin: el personaje de esta historia ya lo conocés bastante. El cuento te lo contaron mil veces y hasta seguro viste la película. Pero mi versión, te prometo, es un poco más novedosa. Es una versión 2.0, últimísima y moderna, casi tanto como vos. Y viene a reivindicar fundamente tres cosas. La primera, que Maléfica no es tan mala. La segunda, que el príncipe valiente no es tan valiente. Y la tercera, que la bella durmiente está menos dormida de lo que parece.
Pero vamos por partes. Para empezar, hay que aclarar que la pobre Maléfica no fue culpable de la maldición. Es así desde tiempos inmemoriales: la gente tiende a señalar a quien suele equivocarse más seguido, y rara vez se preocupa por averiguar la verdad. Si alguien lo hubiera hecho en este caso, el cuento conocido sería otro. Precisamente, el que te estoy contando acá:

Está claro que la bella durmiente no le dio bolilla a la cadena. En otras palabras: ella misma se echó la maldición. Pero no fue responsable del tiempo que duró el castigo. De eso hay que culparlo al príncipe valiente, que (según parece) no tenía mucho sentido de la orientación.
En resumidas cuentas, si no fuera por el hada Flora (que lo fue orientando con sus mensajes), el príncipe jamás hubiera llegado a destino. No le hubiera dado el beso que despertó a la bella durmiente de su largo sueño de cien años, ni se hubiera asustado al escucharla decir:
—Mañana mismo nos casamos.
Como no quiso romperle el corazón en ese momento, se lo rompió más tarde. Aunque también es probable que lo haya hecho porque era demasiado cobarde como para decir la verdad cara a cara.
¡Es increíble lo que pueden lastimar 140 caracteres! Tanto, que la pobre bella durmiente ya no pudo dejar el celular: era tan legítima su angustia, tan verdadera y profunda, que —antes de ponerse a llorar— lo publicó en la nube.
Por suerte, hay varias fórmulas mágicas para romper hechizos de amor. Y una muy efectiva, sin duda, son las buenas amigas. Esa misma noche Blacanieves, Elsa, Cenicienta, y Maléfica la pasaron a buscar. Y cenaron, a propósito, en un restaurant sin wifi para charlar como en los viejos tiempos (sin distracciones y mirándose a los ojos).
La selfie se la sacaron después, apenas pisaron la vereda. Fauna, Flora y Primavera —que justo volaban por ahí— oyeron cuando la bella durmiente decía muy clarito:
—¡Da gusto estar despierta!
FIN
Sol Silvestre es licenciada y profesora en Letras. Trabaja como docente e investigadora en la Universidad de Buenos Aires y también escribe material didáctico para distintas editoriales educativas. Su gran pasión, sin embargo, es escribir para los niños y adolescentes: ha publicado novelas, cuentos y poesías en distintas editoriales infantiles.
© Sol Silvestre Texto e imágenes en: Blog Mi ventana al mundo, de Sol Silvestre https://solsilvestre.wordpress.com/2017/04/01/la-bella-durmiente-conectada/
Extraído de https://garabatodearchivos.blogspot.com/2020/01/la-bella-durmiente-conectada-de-sol.html
En este mundo al vesre de Maximiliano.... ¿qué otro libro habrá encontrado? Tal vez SEVEINACNALB o SOTIDREC SERT SOL y ¡e habrá sucedido en esa historia?
Historias al vesre,
de Margarita Eggers Lan
Margarita Eggers Lan. (1955) Es una escritora, editora, coordinadora de proyectos educativos y culturales argentina e hija del reconocido filósofo y escritor Conrado Eggers Lan.
Maximiliano era un chico que leía y leía sin parar.
En la biblioteca de su pueblo, no había un solo libro que no hubiera pasado por sus ojos. Hasta la guía de teléfonos, los prospectos de remedios y las recetas de cocina, se leía.
—Si seguís leyendo tanto te van a quedar los ojos abiertos y no los vas a poder cerrar más —le decía su mamá.

Un día de esos en los que no pasaba nada, Maxi caminaba por las calles vacías del pueblo. Era la hora de la siesta, y un vientito polvoriento enrulaba remolinos de hojas amarillentas aquí y allá.
Aburrido, pateaba una piedrita sonsa, como todas las cosas sonsas de este mundo. Pero de pronto, la piedrita se metió por debajo de un alto cerco.

—¡Ah, no! No te vas a ir así nomás —dijo Maxi.
Tocó el lugar por donde se había perdido la piedrita, y dos de las maderas se hundieron.
Intrigadísimo, Maxi pasó por el hueco.
En medio de un gran jardín, pudo ver un edificio muy antiguo, que tenía un cartel gastado con la palabra: ACETOILBIB
Maximiliano, que entre sus cosas siempre tenía un espejito, lo puso frente al cartel.
—¡Ajá! —dijo con voz de detective—. Con que estamos al revés…

Los escalones que conducían a la puerta de entrada bajaban en lugar de subir, así que nuestro amigo tuvo que pegar un salto para introducirse en el extraño lugar.
Adentro, el espectáculo era sorprendente. Del techo colgaban estantes en los que libros de los más brillantes colores se apilaban sin caerse. Una gran lámpara dorada en el medio del piso, iluminaba los lomos azules, rojizos, amarillos y violetas de los ocupantes de las bibliotecas.
De pronto, uno de los libros se desprendió de su sitio y fue a dar justo, justo, en las manos de Maxi. Con letras fosforescentes, podía leerse: AJOR ATICUREPAC

¡Al fin algo distinto! El chico abrió apresurado las tapas, y comenzó a leer: AJOR ATICUREPAC
“Caperucita Roja estaba, como siempre, jugando a romper viejas muñecas. Iba tirando con fastidio los pedacitos por el patio, mientras cantaba:
Caperucita Roja
Para el que no escucha:
Mi tapado es blanco
Y no tiene capucha
En eso apareció su madre y le dijo:
—Caperucita, necesito que vayas a lo de tu abuela. Pero ¡ojo! no quiero que le pegues al lobo cuando lo encuentres.
—¡Ufa, qué aburrido! —dijo la niña.
Su mamá prosiguió:
—Por favor, no metas arañas ni sapos adentro de la canasta porque a tu abuela le puede dar un soponcio.
Así fue como Caperucita salió con la canasta vacía y de muy mal humor rumbo a lo de su abuelita.

Cuando el lobo se enteró que la niña terrible venía cruzando el bosque, partió a toda carrera hacia lo de la ancianita.
—¡Abue, abue, ayudame! ¡Viene Caperucita y me va a pegar! Si me escondés debajo de la cama, yo te prometo que por dos meses no aullaré en las noches de luna llena.
La abuelita, que aunque estaba un poco sorda, las noches que gritaba el lobo no podía pegar un ojo, decidió esconderlo debajo de la cama.
Caperucita pateó la puerta y gritó:
—¡Abríme, abuelaaaaaaa!
—Solo abriré si me prometés que no meterás víboras ni bichos feos en mi casa —dijo la abuelita."
Maximiliano, muerto de risa, leyó hasta el final el cuento y luego tomó otro, y otro, y otro, bajándolos de los estantes del techo.
Así, pudo conocer la historia de Cenicienta, que mandaba a fregar a sus hermanas, y a la que su príncipe jamás logró ponerle el zapatito porque calzaba como cuarenta. Y la de Blancanieves que, muerta de envidia, envenenó a la madrastra porque era más linda que ella, y la de la Bella Durmiente que en realidad sufría de insomnio…
Maxi aprendió que, cuando se acaba un cuento, lo que sigue corre por cuenta de su imaginación.
Y como nunca más pudo encontrar el camino que había hecho aquel día, se dedicó a dar vuelta las historias para contárselas a sus amigos.
Cuentan los que pasan por ese pueblo, que la gente duerme de día y lee de noche, que los chicos se ríen cuando les ponen inyecciones y que los maestros juegan a la rayuela mientras los chicos les enseñan todo lo que quieren saber.
Lo que nadie puede, jamás, es aburrirse…
FIN
Extraído de https://garabatodearchivos.blogspot.com/2020/01/cuento-historias-al-vesre-de-margarita.html
Maximiliano era un chico que leía y leía sin parar.
En la biblioteca de su pueblo, no había un solo libro que no hubiera pasado por sus ojos. Hasta la guía de teléfonos, los prospectos de remedios y las recetas de cocina, se leía.
—Si seguís leyendo tanto te van a quedar los ojos abiertos y no los vas a poder cerrar más —le decía su mamá.
Un día de esos en los que no pasaba nada, Maxi caminaba por las calles vacías del pueblo. Era la hora de la siesta, y un vientito polvoriento enrulaba remolinos de hojas amarillentas aquí y allá.
Aburrido, pateaba una piedrita sonsa, como todas las cosas sonsas de este mundo. Pero de pronto, la piedrita se metió por debajo de un alto cerco.
—¡Ah, no! No te vas a ir así nomás —dijo Maxi.
Tocó el lugar por donde se había perdido la piedrita, y dos de las maderas se hundieron.
Intrigadísimo, Maxi pasó por el hueco.
En medio de un gran jardín, pudo ver un edificio muy antiguo, que tenía un cartel gastado con la palabra: ACETOILBIB
Maximiliano, que entre sus cosas siempre tenía un espejito, lo puso frente al cartel.
—¡Ajá! —dijo con voz de detective—. Con que estamos al revés…
Los escalones que conducían a la puerta de entrada bajaban en lugar de subir, así que nuestro amigo tuvo que pegar un salto para introducirse en el extraño lugar.
Adentro, el espectáculo era sorprendente. Del techo colgaban estantes en los que libros de los más brillantes colores se apilaban sin caerse. Una gran lámpara dorada en el medio del piso, iluminaba los lomos azules, rojizos, amarillos y violetas de los ocupantes de las bibliotecas.
De pronto, uno de los libros se desprendió de su sitio y fue a dar justo, justo, en las manos de Maxi. Con letras fosforescentes, podía leerse: AJOR ATICUREPAC

¡Al fin algo distinto! El chico abrió apresurado las tapas, y comenzó a leer: AJOR ATICUREPAC
“Caperucita Roja estaba, como siempre, jugando a romper viejas muñecas. Iba tirando con fastidio los pedacitos por el patio, mientras cantaba:
Caperucita Roja
Para el que no escucha:
Mi tapado es blanco
Y no tiene capucha
En eso apareció su madre y le dijo:
—Caperucita, necesito que vayas a lo de tu abuela. Pero ¡ojo! no quiero que le pegues al lobo cuando lo encuentres.
—¡Ufa, qué aburrido! —dijo la niña.
Su mamá prosiguió:
—Por favor, no metas arañas ni sapos adentro de la canasta porque a tu abuela le puede dar un soponcio.
Así fue como Caperucita salió con la canasta vacía y de muy mal humor rumbo a lo de su abuelita.
Cuando el lobo se enteró que la niña terrible venía cruzando el bosque, partió a toda carrera hacia lo de la ancianita.
—¡Abue, abue, ayudame! ¡Viene Caperucita y me va a pegar! Si me escondés debajo de la cama, yo te prometo que por dos meses no aullaré en las noches de luna llena.
La abuelita, que aunque estaba un poco sorda, las noches que gritaba el lobo no podía pegar un ojo, decidió esconderlo debajo de la cama.
Caperucita pateó la puerta y gritó:
—¡Abríme, abuelaaaaaaa!
—Solo abriré si me prometés que no meterás víboras ni bichos feos en mi casa —dijo la abuelita."
Maximiliano, muerto de risa, leyó hasta el final el cuento y luego tomó otro, y otro, y otro, bajándolos de los estantes del techo.
Así, pudo conocer la historia de Cenicienta, que mandaba a fregar a sus hermanas, y a la que su príncipe jamás logró ponerle el zapatito porque calzaba como cuarenta. Y la de Blancanieves que, muerta de envidia, envenenó a la madrastra porque era más linda que ella, y la de la Bella Durmiente que en realidad sufría de insomnio…
Maxi aprendió que, cuando se acaba un cuento, lo que sigue corre por cuenta de su imaginación.
Y como nunca más pudo encontrar el camino que había hecho aquel día, se dedicó a dar vuelta las historias para contárselas a sus amigos.
Cuentan los que pasan por ese pueblo, que la gente duerme de día y lee de noche, que los chicos se ríen cuando les ponen inyecciones y que los maestros juegan a la rayuela mientras los chicos les enseñan todo lo que quieren saber.
Lo que nadie puede, jamás, es aburrirse…
FIN
Extraído de https://garabatodearchivos.blogspot.com/2020/01/cuento-historias-al-vesre-de-margarita.html
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