de Beatriz Doumerc.
Había una vez un rey
grande, en un país chiquito.
En el país chiquito
vivían hombres, mujeres y niños.
Pero el rey nunca
hablaba con ellos, solamente les ordenaba.
Y como no hablaba con
ellos, no sabía lo que querían, y lo que no querían; y si por casualidad alguna
vez lo sabía, no le interesaba.
El rey grande del
país chiquito, ordenaba, solamente ordenaba; ordenaba esto, aquello y lo de más
allá, que hablaran o que no hablaran, que hicieran así o que hiciera asá.
Tantas órdenes dio,
que un día no tuvo más cosas que ordenar.
Entonces se encerró
en su castillo y pensó, y pensó, hasta que decidió:
“Ordenaré que todos
pinten sus casas de gris”.
Y todos pintaron sus
casas de gris.
Todos menos uno; uno
que estaba sentado mirando el cielo, y vio pasar una paloma roja, azul y
blanca.
“¡Oh! ¡Qué linda!”
dijo maravillado, “Pintaré mi casa de rojo, azul y blanco”.
Y la pintó nomás.
Cuando el rey miró
desde su torre y vio entre las casas grises una roja, azul y blanca, se cayó de
espaldas una vez, pero en seguida se levantó y ordenó a sus guardias:
—¡Traigan
inmediatamente a uno que pintó su casa de rojo, azul y blanco!
Los guardias
aprontaron sus ojos para verlo todo, sus orejas para oír mejor y marcharon.
Pero mientras
llegaban a la casa de “uno”, otro, que vivía en la casa vecina dijo:
“Qué linda casa; yo
también pintaré la mía así”.
Y la pintó nomás.
Entonces cuando los
guardias llegaron, no supieron cuál era la casa de uno y cual la casa de otro,
así que regresaron al castillo y hablaron con el rey.
—¡No puede ser! —dijo
el rey, y miró desde la torre.
Al ver lo que vio se
cayó de espaldas dos veces, pero enseguida se levantó. Y ordenó a sus guardias:
—¡Me traen a uno y a
otro, inmediatamente!
Pero ya un tercero
había visto las dos casas de rojo, azul y blanco y en un instante pintó la
suya.
Los guardias no
tuvieron más remedio que regresar y preguntarle al rey:
—¿Qué hacemos,
traemos a uno, a otro y a otro?
Entonces el rey se
cayó de espaldas tres veces, y los guardias tuvieron que ayudarlo a levantarse.
—¡Traen a los tres!
—dijo en cuanto estuvo levantado.
Pero cuando los
guardias bajaron, no había tres casas pintadas.
Había 333.333
—Bueno —dijeron los guardias
cuando terminaron de contarlas— se lo diremos al rey.
Y el rey se cayó de
espaldas una vez, dos, cuatro, ocho, dieciséis, treinta y dos, sesenta y cuatro
y ciento veintiocho veces.
Mientras se caía y se
lo levantaban, el rey ordenaba.
—¡Que me traigan todo
lo que sea rojo, azul y blanco!
Los guardias bajaron
ligerito.
En la ciudad había
333.333 casas rojas, azules y blancas, y las aceras en rojo, azul y blanco, y
los perros metían las colas en los tachos de pintura y luego se sacudían al
lado de los árboles, los jinetes con sus ropas recién pintadas subían a los
caballos y los caballos al galopar dejaban los caminos pintados; y las palomas
mojaban sus patitas en los charcos de pintura que brillaban al sol, luego
volaban a los palomares, y los palomares pintaban las alas de las palomas así
que cuando éstas volaban por el cielo parecían barriletes de colores; y todos
los miraban y se sentían muy contentos.
Todo era rojo, azul y
blanco.
Todo menos el rey,
sus guardias y el castillo.
—¡Todo aquel que sea
rojo, azul y blanco debe marchar inmediatamente al castillo! ¡El rey lo ordena!
—dijeron los guardias.
Y todos, hombres,
mujeres, niños, ancianos, caballos, perros y pájaros, gatos y palomas, todos
los que podían marchar, llegaron al castillo.
Eran tantos, tantos,
y estaban tan entusiasmados, que al momento el castillo, las murallas, los
fosos, los estandartes, las banderas, quedaron de color rojo, azul y blanco.
Y los guardias
también.
Entonces el rey se
cayó de espaldas una sola vez, pero tan fuerte que no se levantó más.
El rey de la comarca
vecina, al mirar desde lo alto de su torre dijo:
—Algo ha sucedido, el
rey del país chiquito ha cambiado el color de sus estandartes, enviaré a mis
emisarios, para que averigüen lo que ha sucedido.
—¿Qué ha sucedido?,
¿qué ha sucedido? —preguntaron los emisarios, cuando estuvieron en presencia
del rey.
Pero el rey grande
del país chiquito estaba tan caído, que ni siquiera podía contestar.
Entonces “uno” dijo:
—Resulta que yo
estaba en la puerta de mi casa, tomando el fresco, mirando el cielo, y vi pasar
una paloma roja, azul y blanca, y entonces… y siguió contando todo lo que había
sucedido.
—Pondremos sobre
aviso a nuestro rey, —dijeron los emisarios del país vecino, no vaya a ser que
le pase lo mismo.
Y marcharon al
galope.
Claro, que los
caballos llevaban ya sus patas pintadas y mientras galopaban, pintaban los
caminos de rojo, azul y blanco…
Pero fueron las
palomas, las que primero llegaron a la comarca del rey vecino.
Y uno que estaba
sentado en la puerta de su casa tomando el fresco, las vio y dijo:
—¡Oh! ¡Qué lindo!,
pintaré mi casa de rojo, azul y blanco.
Y la pintó nomás, y…
como pueden ustedes imaginar este cuento que acá termina por otro lado vuelve a
empezar.
FIN
EL PUEBLO QUE NO
QUERÍA SER GRIS, de Beatriz Doumerc.
Ilustrado por Ayax
Barnes.
(Buenos Aires,
Ediciones Rompan fila, de Augusto Bianco, 1975)
No hay comentarios:
Publicar un comentario