¿Ustedes quieren vacaciones? Parece que las sardinas andan necesitando un descanso... Así nos lo explica Liliana Cinetto.
Cuando las sardinas pidieron vacaciones
de Liliana Cinetto
Hace muchos años, se armó un lío bárbaro en el fondo del mar. Todo comenzó cuando las sardinas, de puro aburridas que estaban, bostezaron tres veces y dijeron que querían vacaciones. Muchos otros animales pusieron el grito en el cielo (o mejor dicho en el agua).
—DE NINGUNA MANERA —protestó el odioso del tiburón que siempre está de mal humor—. ¡Qué vacaciones ni ocho cuartos!
Y ahí empezaron los problemas. Porque las sardinas eran muchas (casi dos millones seiscientas cuarenta y dos mil setecientas catorce). Y estaban hartas del tiburón que mandoneaba a todo el mundo. Por eso le contestaron con su voz chiquita y mojada:
—No pedimos vacaciones sólo para nosotras, sino para todos.
Y claro, muchos apoyaron a las sardinas, porque quien más quien menos todos querían descansar un poquito de su trabajo acuático. A las ballenas, por ejemplo, les gustó la idea de tener unos días libres. Y también a las medusas que hacía rato que andaban con ganas de hacerse un viajecito en témpano al Polo Norte. Y ni hablar del pulpo que quería tomar clases de batería. O de las estrellas de mar que soñaban con conocer a sus primas del cielo.
—Las sardinas tienen razón —decían unos.
—Queremos vacaciones —decían otros.
Y que sí y que no, ya iban a pelearse cuando una tortuga sabía que cumplía 193 años y medio, les propuso que votaran para que decidiera la mayoría.
Y así se formaron dos grupos: los que estaban a favor de las vacaciones, liderados por las sardinas, y los que se oponían, con el tiburón a la cabeza.
Durante una semana, las sardinas fueron hasta el último rincón del océano para contar su propuesta. No dejaron ni una sola piedra, ni una sola caracola sin visitar, y en todas partes explicaron que durante las vacaciones, que iban a tomar por turnos, cada uno podía hacer lo que quisiera: jugar a la mancha burbuja, dormir la siesta, esquiar en la nieve, tomar jugo de naranja, comer chupín de algas… Pero no tenían que trabajar. El tiburón no se molestó demasiado en explicar nada, porque como todos le tenían miedo, estaba seguro de que nadie se atrevería a votar en su contra.
El día de la votación se formó una larga fila de peces, moluscos y bicharracos marinos frente a un barco hundido que funcionaba como cuarto oscuro. Había salmones con traje rojo, focas con bigotes, anchoas con las escamas despeinadas, anguilas flacas, almejas maquilladas con sal, delfines charlatanes, ostras que hablaban en francés, langostinos finos... Llegaban nadando, a upa de las olas o caminando para atrás como los cangrejos. Venían de todas partes: del mar de Japón y de la Bahía de Samborombón, de las costas de la China y de las islas Filipinas. El calamar (el único que tiene tinta) anotaba el nombre de los que entraban al cuarto oscuro, mientras el tiburón y las sardinas controlaban que nadie hiciera trampa y votara dos veces. La cosa era muy simple: el que quería vacaciones tenía que poner una perla blanca dentro del arcón pirata; el que no quería, una perla negra. No quedó nadie sin votar, hasta los hipocampos los trajeron a caballito para que no llegaran tarde.
A las seis de la tarde en punto, las sardinas dijeron:
—Es la hora del escrutinio.
—¿Del qué? —preguntó el tiburón que andaba flojo de vocabulario.
—Vamos a contar los votos —le explicaron las sardinas.
Y aunque pensaban que les iba a llevar mucho tiempo el recuento, todo fue muy sencillo, porque había miles de perlas blancas y una sola perla negra (la del tiburón, claro) que perdió la votación por mayoría aplastante. ¿Qué si estaba enojado? Enojado es poco. Furioso estaba. Se quería comer crudos a los que habían votado en su contra. Pero no pudo porque todos salieron corriendo (o mejor dicho nadando). Especialmente las sardinas que fueron las primeras en tomarse vacaciones. Desde entonces, por turnos, todos en el mar tienen unos merecidos días de descanso, que es cuando los pescadores sólo sacan con sus redes zapatos rotos y latas viejas. Y aunque el tiburón no lo quiere reconocer, una vez por año, él también se toma vacaciones y con un gorrito marinero y anteojos de sol, para que nadie lo reconozca, toma un helado de frutilla y chocolate, mientras pasea por las playas de Florida.
FIN
Liliana Cinetto nació en Buenos Aires y es profesora de Enseñanza Primaria, profesora de Letras, escritora y narradora. Es autora de más de cien libros para chicos
Extraído de
https://muchosgarabatos.blogspot.com/2019/02/cuando-las-sardinas-pidieron-vacaciones.html
La Plapla
Un cuento de María Elena Walsh que seguramente los acompañó hasta ahora con canciones y cuentos. Estoy segura que ustedes saben, conocen y pueden dibujar la letra PlaPla... no se equivoquen ... es muy movediza... ¿la seño se las enseñó?
Felipito Tacatún estaba haciendo los deberes. Inclinado sobre el cuaderno y sacando un poquito la lengua, escribía enruladas “emes”, orejudas “eles” y elegantísimas “zetas”.
De pronto vio algo muy raro sobre el papel.
—¿Qué es esto?, se preguntó Felipito, que era un poco miope, y se puso un par de anteojos.
Una de las letras que había escrito se despatarraba toda y se ponía a caminar muy oronda por el cuaderno.
Felipito no lo podía creer, y sin embargo era cierto: la letra, como una araña de tinta, patinaba muy contenta por la página.
Felipito se puso otro par de anteojos para mirarla mejor.
Cuando la hubo mirado bien, cerró el cuaderno asustado y oyó una vocecita que decía:
—¡Ay!
Volvió a abrir el cuaderno valientemente y se puso otro par de anteojos y ya van tres.
Pegando la nariz al papel preguntó:
—¿Quién es usted, señorita?
Y la letra caminadora contestó:
—Soy una Plapla.
—¿Una Plapla?, preguntó Felipito asustadísimo, ¿qué es eso?
—¿No acabo de decirte? Una Plapla soy yo.
—Pero la maestra nunca me dijo que existiera una letra llamada Plapla, y mucho menos que caminara por el cuaderno.
—Ahora ya lo sabes. Has escrito una Plapla.
—¿Y qué hago con la Plapla?
—Mirarla.
—Sí, la estoy mirando pero... ¿y después?
—Después, nada.
Y la Plapla siguió patinando sobre el cuaderno mientras cantaba un vals con su voz chiquita y de tinta.
Al día siguiente, Felipito corrió a mostrarle el cuaderno a la maestra, gritando entusiasmado:
—¡Señorita, mire la Plapla, mire la Plapla!
La maestra creyó que Felipito se había vuelto loco.
Pero no.
Abrió el cuaderno, y allí estaba la Plapla bailando y patinando por la página y jugando a la rayuela con los renglones.
Como podrán imaginarse, la Plapla causó mucho revuelo en el colegio.
Ese día nadie estudió.
Todo el mundo, por riguroso turno, desde el portero hasta los nenes de primer grado, se dedicaron a contemplar a la Plapla.
Tan grande fue el bochinche y la falta de estudio, que desde ese día la Plapla no figura en el abecedario.
Cada vez que un chico, por casualidad, igual que Felipito, escribe una Plapla cantante y patinadora la maestra la guarda en una cajita y cuida muy bien de que nadie se entere.
Qué le vamos a hacer, así es la vida.
Las letras no han sido hechas para bailar, sino para quedarse quietas una al lado de la otra, ¿no?
FIN
© María Elena Walsh. Extraído de https://bpcd-mariaelenawalsh.blogspot.com/
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